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Entre tinta y pasión: una visita guiada al diario El Comercio

Por: María Fe Espejo Navarrete

Era el 2 de septiembre de 2025 en la mañana. Llegué por mi cuenta, relajada, con los ojos bien abiertos, aunque la batería del móvil casi agotada. Alcancé a tomar una última foto justo antes de que se apagara, un clic que marcó el fin de lo digital. En ese momento, me olvidé del teléfono y me sumergí en la realidad, sintiendo el presente y recordando el pasado.

El grupo se reunía para hacer una visita guiada a la sede histórica de El Comercio, con las explicaciones de Mario Cortijo, un periodista con más de treinta años en el diario, doce de los cuales fue editor central de informaciones. En total, éramos una veintena de estudiantes de la facultad, acompañados por nuestro profesor Enrique García y la jefa de prácticas Gina Ibarra, quien tomó las fotos de la visita.

Al entrar, nos encontramos con un gran patio estilo limeño, como un castillo sin vigilancia, con una estructura que recordaba a las torres de iglesias y catedrales de la ciudad. Las sillas vacías parecían esperar las historias que habían presenciado. Mientras el grupo se acomodaba, miré hacia un vitral en forma de cúpula. La luz del cielo dibujaba flores de colores vivos, y me quedé impresionada por los detalles que parecían detener el tiempo.

Pasamos a una rotonda, antes la entrada principal, protegida por tres rejas que cerraban el paso al salón. Allí, Mario nos contó que el recorrido se centraría en la historia del diario, un relato con momentos alegres, relevantes y a veces tensos. Por eso, el edificio con sus formas de torre y defensa no era casualidad, sino un reflejo de la defensa del diario frente a posibles agresores que no compartieran lo publicado. El mismo edificio permite hacerse una idea de la importancia institucional y social del periódico en la historia del Perú, desde su fundación en 1839.

Subimos rápido al segundo piso. Otro ventanal me llamó la atención, mientras mis pasos y los de los demás resonaban en las escaleras de mármol. La luz entraba con una claridad casi mágica. Entramos a un lugar moderno, lleno de computadoras y periodistas trabajando, pero estaba dividida: no oía bien la explicación, absorta mientras contemplaba el patio desde arriba. Entonces, un aplauso lejano me devolvió al presente, el eco de la gente dando vida a ese lugar lleno de historia.

Seguimos el recorrido hasta la mesa central, donde estaban reunidos los editores. Se sentía el ambiente pesado, con el recuerdo de las discusiones entre directivos, hablando de deportes, cultura y política. Mario nos contó una anécdota sobre un interrogatorio al expresidente Alan García, que intentó ocultar que fumaba acercando el cenicero a Mario para quedar bien. Fue un momento humano en medio de tanta historia.

Luego vino el salón noble, un espacio con aroma intenso a madera añeja, tabaco y cuero curtido, donde los muebles relucientes parecían objetos de museo. Me acomodé en un sillón de piel, flanqueada por los retratos de los “Miro Quesada”, padre e hijo, mirándose desde lados opuestos. El lugar tenía un aire venerable, como si la historia misma respirase allí. Nuestro guía nos presentó una imprenta vetusta: barras de plomo con letras en relieve que requerían unas cuatro o cinco horas para imprimir treinta y cinco copias de apenas dos hojas. Aquella dedicación, aquel cuidado, contrastaban fuertemente con la rapidez actual, evidenciando el progreso tecnológico y humano que había experimentado el periódico.

Por fin, llegamos al sitio que más me atraía: el archivo histórico. Allí se conservaban los ejemplares originales de El Comercio desde sus inicios, con instantes cruciales protegidos en vitrinas de acrílico: el asesinato de Kennedy, la llegada del hombre a la luna… Una historia acerca de un cuidador que protegía ejemplares enrollados con cintas rojas y blancas reforzó la idea que rondaba mi cabeza: “El Comercio es la historia del Perú”.

Me sentí inmersa en esos archivos, como si un fragmento de mí se hubiera integrado a ellos. La fascinación por el desarrollo del periodismo creció en mi interior, mezclada con una extraña nostalgia por un tiempo que ni siquiera había conocido.

Al finalizar la sesión de fotos, nos quedamos conversando un rato con nuestro anfitrión. Y comprendí algo hondo: el gusto por el periodismo, la magnitud de la historia, la unión entre plomo y palabras, entre tinta y pasión.